Ella iba por el mundo diciendo “la Luna es blanca”. Estaba
en completo silencio, y no sólo ella, todos en una sala, y repentinamente, lo
decía: “la Luna es blanca”. Parecía hacerlo sólo porque sí, como si tuviera una
especie de miedo al silencio, o quizá porque impulsos nerviosos erróneos la obligaban, como sufriendo un síndrome de Tourette. A veces, lo decía cuando iba caminando por la
calle, sin importar a dónde iba, o cómo estaba vestida, o si estaba llegando
tarde o no; detenía a alguien, sorprendiéndolo, lo miraba a sus pupilas, y le
decía: “la Luna es blanca”.
Una tarde estaba lloviendo. Había quedado atrapada en la
pequeña galería que llevaba al recibidor del edificio de su facultad. Veía las
gotas caer frente a sus ojos, pero no estaba segura de qué estaba mirando. Sin
que lo notase, un joven de cabellos rizados y claros se paró a meros dos metros
de ella, y se tomó su tiempo para abrir su paraguas; incluso le dedicó una
mirada rápida. Con el objeto sobre sí, empezó a caminar bajo la lluvia. Ella lo
notó recién cuando iba a unos siete metros. ¿Cómo había sido posible que
estuviese tan distraída? No podía dejarlo ir. Abrió la boca y corrió entre las
gotas hasta que lo alcanzó; lo volteó hacia ella desde sus hombros, usando las
manos; lo miró fijamente, y él echó la cabeza un poco hacia atrás. “Es un día
de lluvia. Perfecto” pensó ella.
―La Luna es blanca ―dijo después de tres segundos de
extrañamiento.
―¿Qué significa eso? ―le preguntó él, tras las arrugas de su
rostro fruncido. La intensa mirada de la muchacha se debilitó, y casi con pesar
bajó suavemente las manos de sus hombros, agachó la mirada y empezó a
alejarse―. Te vas a mojar. ¿Querés que te acompañe con el paraguas a tomar un
colectivo, o vivís cerca?
―Estoy bien.
«¿Cómo puede existir gente lo suficientemente aburrida como
para preguntarle a otra gente el significado de las cosas?» pensó mientras los
deseos de volver a mirar a aquel chico permanecían inexistentes, como lo
seguirían haciendo todo el tiempo.
El tiempo pasó, como siempre, pero un poco más pesado. Había
quedado para salir con una amiga, pero algo le había sucedido al estómago de
ésta, y por ello se encontraba ahí, sola, con un mantel rojo bajo sus manos y
el cabello lo suficientemente arreglado como para que alguien le preguntase por
qué se había preocupado tanto si sólo iba a comer con una amiga. ¿Por qué no
preocuparse por una amiga? Tenía una chaqueta negra, como la línea que recorría
el borde de sus párpados.
―¿Qué va a pedir? ―le preguntó un chico joven con lentes,
que quizá había vivido dos o tres años menos que ella, pero había tenido la
misma preocupación por su cabello. ¿Realmente era sólo un estudiante trabajando
a media jornada por una limosna? Eso no le importaba, o al menos no por el
momento. Era una oportunidad más.
―La Luna es blanca ―respondió ella.
Él la miró sin distracción. Su mueca sonriente se transformó
en seriedad. Silencio. Ella se desilusionó, una vez más, incluso sin haberse
ilusionado antes. Él volvió a sonreír, o a hacer algo parecido.
―Y el Sol también.
Sus vértebras se enderezaron un poco, aunque ella no se
percató ni lo controló. Casi. Casi fue suficiente, y casi fue poco. Casi lo
logró, casi lo lograron, pero nuevamente quedaría con el pecho vacío; no podía
pedirle nada con qué llenarlo, no lo había comprendido. Sólo llenaría su
estómago con un sándwich tostado, y luego regresaría a casa.
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