Esa tarde partí
velozmente en mi bicicleta, porque debido a una cuestión de horarios y
reordenamientos especiales, salí media hora antes, a las diecisiete y media.
Eso significaba que si me apresuraba podía escapar a la hora pico de regreso a
casa, y evitar todos los embotellamientos en los que incluso conductores de
pequeños vehículos de dos ruedas quedan trabados. Pero no importó mi esfuerzo,
igualmente debí regresar los siete kilómetros que había hecho hasta mi casa: en
el apuro de la emoción, olvidé las llaves en mi escritorio. Ganas de
sencillamente romper una ventana y entrar no me faltaron, pero era una locura
que mi cordura jamás me permitiría hacer, así que regresé. Qué suerte que
regresé.
Cuando llegué de
nuevo a las oficinas, eran cerca de las diecinueve y media. Abrí la puerta y
quedé paralizado, de repente una sensación cálida se apoderó de mi pecho y mi
cabeza. Vuelvo a decirlo: qué suerte que regresé, qué suerte que me olvidé las
llaves. La causa de tan paralizante y encantador asombro, fue encontrarla ahí a
Ella, aún en su escritorio, con sus brazos cruzados a modo de almohada bajo su
oreja derecha, con sus pestañas unidas y sus labios ligeramente separados.
Nunca antes
había tenido la oportunidad de notarlo, pero sus párpados se veían tan tersos.
Y verla ahí, dormida tan relajadamente, me hizo pensar en lo duro que
trabajaba. Últimamente estaba haciendo una jornada doble, porque quería dejar
de vivir con sus padres e independizarse completamente de una vez por todas. No
sabía eso porque Ella me lo hubiese dicho, simplemente fue una de sus tantas
conversaciones con otras personas que logré interceptar con mi atención.
Su espalda se
alzaba y descendía una y otra vez, de una manera sumamente delicada y pausada,
que llegó incluso a hipnotizarme unos segundos. Tenía la mejilla presionada y
abultada contra su antebrazo, por lo que de seguro estaría tenuemente morada o
arrugada cuando se despertara. Más allá de sus divisorios, el ruido de la
oficina no se había detenido: voces, teléfonos sonando, tecleos veloces y
violentos, alguna que otra risa entre aquellos que se tomaban pequeños
descansos.
«Incluso con
todo este ruido, Ella puede dormir como si estuviese en la cama más cómoda… Eso
debe ser un don», pensaba yo en ese momento, con una sonrisa que probablemente
aumentaba el aspecto de idiotez de mi rostro.
Durante unos momentos me imaginé a su lado, caminando por la ciudad, o
sentado en alguna plaza, y me pregunté si nos veríamos bien juntos. Ella era
demasiado linda, y yo era demasiado yo, no lo suficiente algo para Ella. Pero
los sueños son de uno, secretos, y nadie puede quitártelos, y tampoco puedes
perderlos sin darte cuenta.
Pensé en todo eso, sin dejar de mirarla ni un segundo. Mis pupilas
pasearon por sus mechones, que iban curvándose ligeramente a medida que crecían
o encontraban algo que los desviaba; pasearon por sus cejas, por sus manos, por
su cuello y por el de su camisa, que mantenía desabotonado el último botón, y
el anteúltimo estaba a punto de escapar de la ranura.
Me dejé llevar por su belleza y su quietud, así como Ella se dejó
llevar por el sueño, y ambos nos llevamos un gran susto: Ella cuando se dio
cuenta de que se había quedado dormida en pleno trabajo, y yo cuando Ella abrió
los ojos, enderezó la espalda y levantó la cabeza, todo en un solo segundo
lleno de acción. Yo miré a un lado, a otro, y quise salir corriendo, pero me
quedé clavado en el suelo. Me miró, yo la miré, y vi un punto brillante en la
comisura izquierda de sus labios. Era saliva.
«Sí… Después de todo, no es perfecta» pensé al notar aquello, pero
luego continué mirándola, y me retracté, pues era un brillo encantador: «No…
Sí, sí es perfecta.»
Yo, como no podía moverme, no podía formular ni un solo sonido, y Ella
demoró en hablar, seguramente atrapada en esos instantes confusos después de
despertarte y encontrarte con que un compañero de trabajo estaba viéndote
dormir.
―¿Qué pasa? ―preguntó Ella nerviosa, después de girar el cuello varias
veces para verificar si alguien más la veía―. No estaba durmiendo, ¿verdad? ―y
pasó el dorso de su mano y el de su dedo índice por su boca. El punto brillante
desapareció.
―Mmm… Sí ―respondí con bastante naturalidad. No me sentía tan nervioso
como otras veces que intercambié palabras triviales con Ella. Quizá el hecho de
que estuviese recién despertada me hacía sentir que de alguna manera tenía
ventaja. ¿Para qué, o por qué? No lo sé.
―Voy a decirlo de nuevo ―dijo después de chasquear la lengua con su
paladar. Les aseguro que cualquiera habría sentido lo mismo que yo si hubiese
visto sus intimidantes iris revolotear de esa manera entre sus párpados,
dejando sin brillo por un instante a sus pupilas―: No estaba durmiendo,
¿verdad? ―y recién entonces comprendí lo que tácitamente estaba pidiéndome. Me
sentí afortunado de que me pidiera algo, y también me sentí feliz.
―Ah… No, por supuesto que no.
Me sonrió y sus pómulos se ovalaron dulcemente. Me guiñó un ojo en
señal de complicidad, y… Sentí que estaba a punto de morir, o que ya había
muerto. Ella reacomodó su silla y concentró su vista en el monitor.
―Bueno… Yo… Ya me voy.
―Chau ―me respondió, y atravesé algo confuso todo el ruido de la
oficina hasta salir: estaba feliz de haberla visto dormir (aunque pueda sonar
algo enfermo tal enunciado), y de que me hubiese guiñado el ojo, pero la
despedida había sido algo recta, vacía. Me sentía un adolescente enamorado.
Quizá todos los humanos enamorados se sienten así, sin importar su edad. O
quizá todos los tontos se sienten así, sin importar ni su edad ni si están
enamorados o no. Como sea, volví a olvidar mis llaves.
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