Procedo a
explicar por qué la frase “No vuela quien tiene alas, sino quien tiene un
cielo”, de Elvira Sastre, se me presenta como genial (o sea muy linda):
Volar es un verbo que connota, más que
proezas, sueños, riesgos, la pequeña y dulce valentía de saltar (que sí,
siempre es pequeña: ¿cuánto podemos saltar los humanos no entrenados para los
juegos olímpicos? ¿un metro de alto?
¿dos metros o dos metros y medio de largo?), gesto humilde que deviene
admirable y astronómico dependiendo el acantilado o la catarata o el planeta
del que se salta. En fin, podemos decir que volar
es vivir la vida que se sueña, al inalcance de los tontos, que tienen mucha
pero mucha masa y entonces la gravedad recae fuertemente sobre ellos, y suelen
ser los que tienen gomeras y nuestros propios miedos.
Las alas, por su parte, son la posibilidad
de volar. Son algo mucho más pragmático, casi un mérito corporal, que vale solo
en la medida en que funcionan y sirven para volar. ¿Cuánto se admiran las alas
de una gallina, por ejemplo? La belleza no está en la birome con la que se
bocetan las palabras, sino en la persona que lee el poema: no las alas, sino el
vuelo; no la herramienta, sino el saber hacer.
Y cielo es aquí lo más escurridizo.
Precisamente por eso la frase es una vuelta de tuerca a las frases
motivacionales corrientes. (¿Es esta una frase motivacional? Puede usarse como
tal, pero la polisemia también puede hacer de ella una frase depresiva,
arrojadora de verdades indeseables, pues, ¿quién
puede tener un cielo? Volar tiene que ser imposible. (Y ya se sabe la
fatalidad del tiene que: aunque sea
posible, si tiene que ser imposible,
tarde o temprano alguien hará que así sea)) Cielo
es la palabra que vuelve tan inimportante al vuelo como inimportantes son las alas: ni plumas, ni despegues, ni aerodinámica, ni motores, lo
único que se precisa para volar, es un cielo. El cielo aquí es el espacio y las ganas, aunque espacio y ganas sean
también, más o menos, una metáfora. Y tampoco debe dejarse de lado que cielo aquí también es, sobre todo, eso:
un cielo.
Otra
cuestión en la frase es el número: alas en
plural, y un cielo, singular. ¿Por
qué? Si la frase dijera dos alas y un cielo, podría decir que es una
cuestión decorativa, o un degradé numérico que hace a la simplicidad, y a la
elegancia de la matemática. Pero no hay dos,
y el un cielo anula la existencia de cielo como omnipresencia desde la última
gramilla del piso hasta la última galaxia alejada por quién sabe cuántos siglos
luz. Es un optimismo, y un apoyo y reconocimiento de la diversidad. Apoderarse
del cielo, llegar a él, ya no es un problema, pues: uf, cuántos de ellos hay.
Sólo hay que elegir uno, y a por él.
También podría darle a la frase un sentido más
pesimista, o sociológico (¿no es la sociología un tipo de pesimismo?). En tal
caso no importarían nuestras alas,
nuestras habilidades y nuestros intentos, nuestra capacidad ni nuestras ganas,
o incluso, talentos; nada de eso serviría en caso de no tener un cielo: un campo social en el que se nos
permita explotarlas, abrirlas, aletear. El cielo sería desde esta visión, un campo social de libertad, incluso
de invitación: cielo, espacio, oportunidad de ocuparlo y recorrerlo libremente,
reinventarlo. ¿Qué hacen las alas más grandes y más hermosas cuando no hay
espacio? ¿Qué pueden hacer las mejores alas del mundo, estando en una jaula?
Encerrar a las aves no es tanto cortar sus alas, sino apagar el cielo. Desde
cierta perspectiva, podemos considerar mucho más devastadora la amputación de cielo (entusiasmo, oportunidades,
intención de vida) que de fracciones corporales: ¿no hay acaso personas que,
habiendo sido privadas de sus piernas, juegan incluso al baloncesto o toman
clases de baile? ¿y no hay también personas, con la salud y la fisiología
activa en cada una de las partes de su cuerpo, y sin embargo, no pueden
levantarse de la cama y creen que no hay en el mundo nada para ellas? Volvemos
a lo mismo: sus alas funcionan, pero su cielo no está.
10/2018
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