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El hombre en busca de sentido, por Viktor Frankl. Extractos y comentarios al margen.

El hombre en busca de sentido. Viktor Frankl (1905-1997). Traducción de Christine Kopphuber y Gabriel Insausti Herrero. Buenos Aires: Herder. 2004. (Original: 1946)

Korczak no es un tipo muy conocido, aunque está representado en una conmovedora estatua en Yad Vashem, en Jerusalén. En 1942 deportaron a sus huérfanos al campo de Treblinka, y a Korczak le ofrecieron la opción de quedarse. Desestimó la oferta y subió al tren que los deportaba, con dos pequeños huérfanos en sus brazos mientras les contaba historias alegres. Lo mataron por solidaridad con los huérfanos. En este caso, ese gran hombre no sobrevivió a causa de su sentido de la vida, murió por él. Otros héroes reales fueron asesinados por defender a un compañero, o por ocupar el lugar de otro recluso en la fila, o por negarse a cumplir una orden de la SS para agredir a otra persona, o por dar un trozo de pan a un niño hambriento. En cualquier caso, los prisioneros sabían muy bien que los mejores de entre nosotros no regresaron de los campos. [22]
[kapos] Es la abreviatura de Kameradenpolizei. Nombre que se daba en los lager a los presos, generalmente comunes, que gozaban de la confianza de los alemanes y con los cuales colaboraban en las tareas represivas y de control, siendo recompensado por ellos con ciertos privilegios. [28] [Nota del editor]

Con frecuencia solemos escuchar estas palabras a los antiguos prisioneros: «No nos gusta hablar de nuestras experiencias. Los supervivientes no necesitan ninguna explicación. Y los otros no comprenderán cómo nos sentíamos entonces ni cómo nos sentimos ahora.» [32]

[Á: ver si se le puede limpiar lo peyorativo a la palabra exhibicionismo]

La psiquiatría conoce un estado de ánimo denominado la «ilusión del indulto». La «ilusión del indulto» es un mecanismo de amortiguación interna percibido por los condenados a muerte justo antes de su ejecución; en ese momento conciben la infundada esperanza –sin apoyatura en ningún dato real- de ser indultados en el último minuto. También nosotros nos agarramos a una tenue esperanza y hasta el final, frente a la evidencia misma, pensábamos que aquello no sería tan cruel. [37]

… me impulsó a consumar el esfuerzo supremo de la primera fase de mi reacción psicológica: borrar de la conciencia toda mi vida anterior. [41]

Aparte de aquel extraño sentido del humor, otra sensación se apoderó de nosotros: la curiosidad. Yo ya había experimentado antes este tipo de curiosidad como reacción primaria ante situaciones extremas. En cierta ocasión, sufrí un accidente de montañismo que casi me costó la vida; en el momento crítico, cuestión de segundos (o tal vez de milésimas de segundo), me sentí prisionero de una aguda curiosidad sobre si me salvaría, o acabaría con una fractura de cráneo o con algún otro percance.
Esta fría curiosidad predominaba hasta en Auschwitz. Con ella lográbamos distanciar la mente de la realidad circundante y así se facilitaba el contemplar lo real con una cierta objetividad. Incluso aprendimos a utilizar este mecanismo como medida de protección personal. Estábamos ansiosos por descubrir lo que sucedería después de cada acontecimiento y las consecuencias que nos acarrearía. Por ejemplo, qué efectos se seguirían de estar de pie a la intemperie, con el frío de finales de otoño, completamente desnudos y mojados por el agua de la ducha. A los pocos días la curiosidad derivó en sorpresa: ¡no nos resfriamos!
El lager aún nos reservaba a los primerizos muchas sorpresas parecidas. Los médicos del grupo fuimos los primeros afectados al comprobar las mentiras de los libros de medicina. Siempre se había afirmado la imperiosa necesidad de un número determinado de horas de sueño para sobrevivir. ¡Falso! [43]

Me gustaría señalar alguna sorpresa más de nuestra desconocida capacidad para soportar los envites del lager: nuestras encías se encontraban más saludables que antes, a pesar de la fuerte carencia vitamínica y de no poder cepillarnos los dientes. Resistíamos medio año con la misma camisa, si a «aquello» se le podía llamar camisa. Otra cosa inexplicable: a veces, cuando las cañerías se helaban, pasábamos varios días sin lavarnos, ni siquiera alguna parte del cuerpo y, sin embargo, las heridas y las llagas de las manos, sucias del trabajo en la tierra, no supuraban (a menos que se congelasen). O, por ejemplo, un prisionero de sueño ligero, que en su vida anterior lo despertaba el más menudo ruido en la habitación contigua, ahora dormía profundamente con otro apretujado a su lado y roncándole ruidosamente en pleno oído. [44]

Nadie podía atribuirse la certeza de encontrarse entre el pequeño porcentaje de hombres capaces de sobrevivir a las sucesivas selecciones que continuamente se practicaban en los campos de concentración. Por eso, en esta primera fase de shock, el prisionero perdía el temor a la muerte. Pasados los primeros días, hasta las cámaras de gas se observaban con horror atenuado y soportable: al fin y al cabo le ahorraban a uno la decisión y el acto de suicidarse. [45]

Creo que fue Lessing quien afirmó en una ocasión: «Hay cosas que te deben hacer perder la razón, a no ser que no tengas ninguna razón que perder». Ante una situación anormal, la reacción anormal constituye una conducta normal. Los psiquiatras esperamos que las reacciones de un hombre ante una situación anormal, como por ejemplo la reclusión en un centro psiquiátrico, sean anormales en proporción a su grado de normalidad. [46]

… la segunda fase, una fase de apatía generalizada que desembocaba en una especie de muerte emocional. [49]

Otro ejemplo: ese mismo prisionero, por la tarde, hacía cola ante la enfermería con la ilusión de conseguir dos días de trabajos ligeros, dentro del campo, a causa de sus heridas, o del edema, o de la fiebre. Durante la espera, contemplaba impertérrito cómo arrastraban a un muchacho de doce años al que habían obligado a permanecer en posición firme varias horas y a trabajar a la intemperie, bajo la nieve, con los pies desnudos porque no quedaban zapatos en el almacén. Se le habían congelado los dedos y el médico procedió a arrancarle los negros muñones gangrenados con unas tenazas, uno a uno. Repugnancia, piedad, indignación y horror eran emociones vedadas en la psicología del prisionero. [50]

En esos momentos no es el dolor físico lo que más hiere (y eso se aplica tanto a los niños como a los adultos), sino la humillación y la indignación provocadas por la injusticia, por la cruda irracionalidad de todo aquello.
… Recuerdo, en una amarga ocasión, encontrarme de pie junto a la vía del ferrocarril bajo una tormenta de nieve. A pesar del temporal, a nuestra cuadrilla no le permitían interrumpir el trabajo. Me afanaba con ahínco en repasar la vía rellenando los huecos con gravilla, también porque ése era el único modo de entrar en calor. Durante unos segundos hice una pausa para tomar aliento y apoyarme sobre la pala. Por desgracia, en aquel momento el guardia se giró y me vio: pensó que vagueaba, que me hacía el remolón en el trabajo. Ni usó su látigo, ni sus insultos, ni bramó enfurecido los tacos rutinarios. Seguramente juzgó innecesario malgastar sus palabras con aquel cuerpo andrajoso y demacrado, que difícilmente dibujaría algo parecido a una figura humana. En vez de golpearme o insultarme, alegremente se agachó para coger una piedra y lanzarla contra mí, como quien juega a un juego macabro. Así se trata a los animales domésticos, sobre los que ejercemos un señorío que nos permite el placer de no molestarnos en castigarlos. Aquella pedrada me hirió más que los inmerecidos latigazos o los bestiales insultos. Se grabó en mi corazón de manera imborrable. [52]

El aspecto más lacerante de los golpes era el insulto que solía acompañarles. [53]

Algunos de mis colegas del campo, de orientación psicoanalítica, solían referirse a una «regresión» de los internos en el lager: un retroceder hacia formas primitivas de vida mental. Los deseos y aspiraciones se manifestaban con claridad en sus sueños.
Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles, cigarrillos y baños de agua templada. La imposibilidad real de consumar esos deseos básicos les empujaba a satisfacerlos en el mundo [56] ilusorio de los sueños. Que este mecanismo resultase beneficioso o no, en términos psicológicos, eso ya es otra cuestión: al final, el prisionero soñador acababa despertándose y regresaba a la realidad de la vida en el lager, y debía sobreponerse al terrible contraste entre ésta y el espejismo de sus sueños. [57]

A causa del alto grado de desnutrición, resultaba lógico que el afán por procurarse alimentos fuese el instinto primitivo dominante, alrededor del cual giraba el resto de la vida mental. [57]

Siempre consideraba estas conversaciones sobre la comida como algo psicológicamente muy peligroso. ¿Acaso no se supone una provocación para el organismo presentarle aquellas descripciones gastronómicas tan detalladas y deliciosas, cuando difícilmente había conseguido adaptarse a las raciones miserables y a la carencia de [57] calorías? Aunque proporcionen un alivio psicológico momentáneo, sin embargo, al ser meras ilusiones, sin duda acarrearán efectos peligrosos en lo fisiológico. [58]

Cuando desaparecían por completo las últimas capas de grasa subcutánea, y presentábamos la apariencia de esqueletos disfrazados con pellejos y andrajos, comenzábamos a observar cómo nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias proteínas y los músculos se consumían; el cuerpo se quedaba sin defensas. Uno tras otros, morían los miembros de nuestra pequeña comunidad del barracón. Éramos capaces de calcular, con estremecedora precisión, quien sería el próximo e, incluso, cuándo nos tocaría a nosotros. Tras repetidas observaciones, conocíamos los síntomas a la perfección, de ahí el certero acierto en nuestros pronósticos, que jamás solían fallar. [58]

La desnutrición, además de provocar la desmesurada preocupación por la comida, quizá explique también la ausencia de deseo sexual durante la vida en el lager. La hambruna y los efectos del schock inicial parecen ser las únicas causas que den razón de un fenómeno observado en el campo y ciertamente llamativo para un psicólogo: la perversión sexual era mínima, muy por debajo de lo previsible en cualquier establecimiento estrictamente masculino (por ejemplo, un cuartel). Incluso en los sueños desaparecía el deseo sexual, un dato que representa una dura descalificación del psicoanálisis, pues según sus postulados, y en esas circunstancias, «los deseos inhibidos» deberían presentarse de forma muy especial en los sueños. [60]

Las personas de mayor sensibilidad, acostumbradas a una rica vivencia intelectual, sufrieron muchísimo (su constitución era endeble y enfermiza), sin embargo, el daño infligido a su ser íntimo fue mucho menor, al ser capaces de abstraerse del terrible entorno y sumergirse en un mundo de riqueza interior y de libertad de espíritu. Sólo así se explica la aparente paradoja de que, a menudo, los menos fornidos parecían soportar mejor la vida en el campo que los de constitución más robusta. [64]

De vez en cuando levantaba la vista al cielo y contemplaba el diluirse de las estrellas al tiempo que el primer albor rosáceo de la mañana se dejaba ver tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi esposa, imaginándola con asombrosa precisión. Me respondía, me sonreía y me miraba con su mirada cálida y franca. Real o irreal, su mirada lucía más que el sol del amanecer. En ese estado de embriaguez nostálgica se cruzó por mi mente un pensamiento que me petrificó, pues por primera vez comprendí la sólida verdad dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamada en la brillante sabiduría de los pensadores y de los filósofos: el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar un hombre. Entonces percibí en toda su hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es posible en el amor y a través del amor. Intuí cómo un hombre, despojado de todo, puede saborear la felicidad –aunque sólo sea un suspiro de felicidad- si contempla el rostro de su ser querido. Aun cuando el hombre se encuentre en una situación de desolación absoluta, sin la posibilidad de expresarse por medio de una acción positiva, con el único horizonte vital de soportar correctamente –con dignidad- el sufrimiento omnipresente, aun en esa situación ese hombre puede realizarse en la amorosa contemplación de la imagen de su persona amada. [65]

Esa intensificación de la vida interior defendía al prisionero contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de su existencia actual, al tiempo que le permitía evadirse devolviéndolo a su vida pasada. Al dar rienda suelta a su imaginación, ésta se recreaba en algunos sucesos del pasado, casi nunca en los más llamativos o notorios. Por el contrario, se entretenía con ternura en los pequeños sucesos cotidianos y en las cosas insignificantes. La nostalgia los transfiguraba y los recuerdos adquirían un matiz especial. El mundo que los acogió y su propia existencia parecían muy distantes y, sin embargo, el alma corría hacia ellos llena de añoranza: yo me veía en la parada del autobús, al cerrar la puerta de mi apartamento, contestando el teléfono, encendía las luces… Con frecuencia nuestros recuerdos volaban hacia esos pequeños detalles hogareños con tanta intensidad que casi nos hacían llorar.
A medida que la vida interior del prisionero se hacía más honda, apreciábamos la belleza del arte y de la naturaleza, quizá por primera vez o con una emoción desconocida. Bajo la viveza de esas vivencias estéticas conseguíamos incluso olvidarnos de las terribles circunstancias de nuestro entorno. Si alguien hubiese visto nuestros rostros radiantes de encanto durante el viaje que nos trasladaba de Auschwitz a un campo de Baviera, cuando contemplábamos las montañas de Salzburgo, con sus picos bañados por la luz crepuscular, asomados por los ventanucos de los vagones del tren, nunca hubiese creído que se trataba de unos hombres sin ninguna esperanza de vida y de libertad. A pesar de este hecho –o quizá precisamente por eso- nos embrujaba la belleza de la naturaleza, de la que el cautiverio nos privó durante tanto tiempo. Hasta en el propio campo podía suceder que cualquiera de los prisioneros atrayese la atención de su camarada de trabajo señalándole una hermosa vista de la luz del crepúsculo a través de las altas copas de los bosques bávaros (igual que en la famosa acuarela de Durero). En esos mismos bosques nosotros construíamos un almacén de municiones secreto. Una tarde, ya de regreso en los barracones, derrengados sobre el suelo, muertos de cansancio, con el cuenco de sopa entre las manos, entró de repente uno de los internos para [67] urgirnos a salir al patio y contemplar una maravillosa puesta de sol. Allí, de pie, vimos hacia el oeste unos densos nubarrones y el cielo entero plegado de nubes que continuamente variaban de forma y de color, desde el azul acero al rojo bermellón. Esa luminosidad menguante contrastaba de forma hiriente con el gris desolador de los barracones, especialmente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor de aquel cielo tan bello. Luego, tras unos minutos de silencio y emoción, un prisionero le dijo a otro: «¡Qué hermoso podría ser el mundo…!». [68]

El buen humor es siempre algo envidiable. [69]
[Á: me recuerda a Milan Kundera, La Fiesta de la Insignificancia: «infinito buen humor»; «unendiche Wohlgemutheit!». No la burla, no la sátira, no el sarcasmo. Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella. [95]]

El humor es otra de las armas del alma en su lucha por la supervivencia. Es bien sabido que, en la existencia humana, el humor proporciona el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, [70] aunque sea por un breve tiempo. [71]

Podríamos explicarlo de esta forma: el sufrimiento humano actúa como un gas en una cámara vacía; el gas se expande por completo y regularmente por todo el interior, con independencia de la capacidad del recipiente. Análogamente, cualquier sufrimiento, fuerte o débil, ocupa la conciencia y el alma entera del hombre. De donde se deduce que el «tamaño» del sufrimiento humano es absolutamente relativo. Y a la inversa, la cosa más menuda puede generar las mayores alegrías. [71]

¿No recuerda todo esto el viejo cuento de Muerte en Teherán? En cierta ocasión, un poderoso y rico persa paseaba por el jardín con uno de sus criados visiblemente turbado ante la vista de la Muerte, una Muerte que le había amenazado. Suplicaba a su amo le prestase un caballo veloz para apresurarse a llegar a Teherán aquella misma tarde. El amo accedió y el sirviente se alejó al galope. Al regresar a casa, el amo también se encontró con la Muerte y le preguntó: «¿Por qué has asustado y aterrorizado a mi criado?». «Yo no lo he amenazado, sólo mostré mi sorpresa al verle aquí cuando en mis planes estaba encontrarlo esta noche en Teherán», respondió la muerte. [82]

El prisionero de un campo de concentración tenía un miedo brutal a tomar decisiones o a adoptar cualquier tipo de iniciativa. Era la consecuencia del fuerte sentimiento de saberse un juguete del destino, como si el destino irremediablemente se hubiese apoderado de uno; era mejor no pretender interferir y dejarle seguir su propio curso. Cuéntese, además, con la típica apatía que paralizaba el ánimo de los prisioneros. No obstante, a veces, era necesario tomar decisiones apresuradas, rápidas, que podían implicar la vida o la muerte [82], aunque quizás el prisionero preferiría que el destino eligiera por él. Este querer zafarse de la responsabilidad de decidir se manifestaba especialmente si al prisionero se le presentaba la ocasión de evadirse: ¿fugarse o no fugarse del campo? En aquellos escasos minutos para reflexionar y decidir –y siempre era cuestión de unos pocos minutos―, sufría las infernales torturas de la indecisión. ¿Debía intentar escapar? ¿Resultaba razonable correr ese riesgo? [83]

De nuevo en mi barracón hice acopio de mis posesiones: mi cuenco, un par de mitones rotos («heredados» de un paciente muerto de tifus), y unos cuantos recortes de papel con signos taquigráficos (en los que, como ya conté, empecé a recomponer el manuscrito perdido a la entrada de Auschwitz). Pasé una última y rápida ronda de visita a mis pacientes, que yacían hacinados sobre los camastros de madera carcomida, a ambos lados del barracón. Me acerqué a un paisano mío, agonizante, cuya vida yo me empeñaba en salvar a pesar del evidente deterioro. Debía guardar la máxima discreción sobre mi intento de fuga, pero mi camarada pareció intuir algo (quizá captó mi nerviosismo). Con voz cansada me preguntó: «¿Tú también te vas?». Lo negué, aunque me costó mucho eludir su triste mirada. Al terminar la ronda regresé a su lado. Otra vez me atravesó su mirada triste y sentí dentro de mí algo así como una especie de acusación o de reproche. Aquellos ojos desesperados agudizaron la inquietud desapacible que oprimía mi corazón desde el instante mismo en que resolví evadirme del campo. De repente decidí, por una vez, mandar sobre mi destino. Salí a toda prisa y le comuniqué a mi amigo que no me marcharía con él. Tan sólo con decirlo, con expresar mi inquebrantable resolución de permanecer junto a mis enfermos, desapareció mi inquietud interior. Desconocía lo que nos depararían los días por venir, pero gané en íntima paz, una paz que jamás había experimentado antes. Volví al barracón, me senté en los tablones, a los pies de mi paisano, y procuré consolarle; luego charlé un poco con los demás, intentando tranquilizarles y aliviar sus delirios. [84]

A duras penas reconocíamos a los hombres de las SS: se mostraban con una amabilidad desconocida animándonos a subir sin miedo a los camiones y casi felicitándonos por nuestra buena suerte. Los que aún conservaban algunas fuerzas se apiñaron en los camiones; a los más débiles o enfermos se les ayudó a subir, no sin bastante dificultad. Mi amigo y yo –sin ocultar ya nuestras mochilas- ocupábamos el grupo final. De ese grupo sólo eligieron a trece presos para completar el último camión. El médico jefe se encargó de contar el número exacto, sin incluirnos ni a mi amigo ni a mí. Los trece subieron al camión y el resto nos quedamos en el campo. … [86]
Hasta varias semanas después no supimos que el destino, otra vez, había jugado con los pocos prisioneros no evacuados del campo. De nuevo percibimos lo incierto de las decisiones humanas, de manera especial si atañen a la vida o a la muerte. Ahora contemplaba unas fotografías tomadas en un pequeño campo cercano al nuestro. Bastantes prisioneros salieron esperanzados aquella noche camino de la libertad en los camiones cuyo cupo se completó sin subirnos a nosotros. Pues bien, esos hombres acabaron abrasados en unos barracones pasto de las llamas, unas llamas que pretendían borrar toda huella del holocausto. Los cuerpos de aquellos camaradas, parcialmente carbonizados, resultaban reconocibles en las fotografías. [87]

Además de su función como mecanismo de defensa, la apatía de los prisioneros era también el efecto de otros factores. El hambre y la escasez de sueño la agudizaban –como sucede en la vida normal-, y también la irritabilidad general, otra de las características de la psicología de los prisioneros de los campos de concentración. La falta de sueño se debía en buena parte a la plaga de pulgas que infestaba los superpoblados barracones sin ninguna medida de higiene ni de atención sanitaria. Súmese, además, la ausencia total de esos productos que en la vida ordinaria aplacan o mitigan la sensación de apatía e irritabilidad: la cafeína y la nicotina. 
A estas causas físicas se asociaban también las psicológicas, casi siempre en forma de ciertos complejos. Buena parte de los prisioneros sufrían una especie de complejo de inferioridad. Todos fuimos –o creímos ser- «alguien» en nuestra existencia anterior al internamiento. Ahora se nos trataba como si fuésemos un [87] «don nadie», como si casi no existiésemos. [88]
[Á: o quizá como si existiesen demasiado.]

Los supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres que visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino- para decidir su propio camino. [90]

El prisionero que perdía la fe en el futuro –en su futuro- estaba condenado. Con la quiebra de la confianza en el futuro faltaban, asimismo, las fuerzas del asidero espiritual; el prisionero se abandonaba y decaía, se convertía en sujeto del aniquilamiento físico y mental. Normalmente esto se producía de repente, en forma de crisis, cuyos síntomas resultaban familiares para el recluso experimentado. Todos temíamos este momento inicial de la crisis, no tanto por nosotros mismos, que entonces ya no tendría especial importancia, cuanto por nuestros amigos. Solía comenzar cuando el prisionero se negaba a vestirse o a lavarse, o a salir fuera del barracón a la hora de formar. Ni las súplicas, ni los golpes, ni las amenazas surgían efecto alguno. Se limitaba a quedarse en su lugar, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en enfermedad, entonces rehusaba ser conducido a la enfermería o aceptar cualquier tipo de ayuda. Sencillamente se daba por vencido. Permanecía allí, tendido sobre sus propios excrementos, sin importarle nada.
Una vez fui testigo del estrecho nexo entre la pérdida de la fe en el futuro y este peligroso darse por vencido. F., el jefe de mi barracón, compositor y libretista famoso, me confió un día:
«Me gustaría contarle algo, doctor. He tenido un extraño sueño. Una voz me invitaba a desear cualquier cosa, bastaba con preguntar lo que quería conocer y mis preguntas serían satisfechas de inmediato. ¿Sabe qué pregunté? Cuándo terminaría la guerra para mí. Ya sabe lo que quiero decir, doctor, ¡para mí! Conocer cuándo seríamos liberados los de este campo y cuándo terminarían nuestros sufrimientos».
«¿Y cuándo tuvo usted ese sueño?», le pregunté.
«En febrero de 1945», contestó. Por entonces estábamos a principios de marzo.
«¿Qué respondió la voz en su sueño?»
En voz baja, casi furtivamente, me susurró:
«El treinta de marzo.»
Cuando F. me contó aquel sueño todavía se encontraba rebosante de esperanza y convencido de la certeza y veracidad del [99] oráculo de la voz. Sin embargo, a medida que se acercaba el día prometido, las noticias que recibíamos sobre la guerra menguaban las esperanzas de ser liberados en la fecha indicada. El veintinueve de marzo, de repente, F. cayó enfermo con una fiebre muy alta. El treinta de marzo, el día en que según su profecía terminaría la guerra y el sufrimiento para él, empezó a delirar y perdió la conciencia. El treinta y uno de marzo falleció. Según todas las apariencias murió de tifus…
Los que conocen la estrecha relación entre el estado de ánimo de una persona –su valor y su esperanza, o su falta de ambos- y el estado de su sistema inmunológico comprenderán cómo la pérdida repentina de la esperanza y el valor pueden desencadenar un desenlace mortal. La causa última de la muerte de mi amigo fue la honda decepción que le produjo no ser liberado en el día señalado. De pronto se debilitó la resistencia de su organismo y sus defensas disminuyeron, dejándole a merced de la infección tifoidea latente. Su esperanza en el futuro y su voluntad de vivir se paralizaron, y su cuerpo sucumbió víctima de la enfermedad. Después de todo, la voz de sus sueños se hizo realidad. [100]

Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud frente a la vida. Debemos aprender por nosotros mismos, y también enseñar a los hombres desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros. Dejemos de interrogarnos sobre el sentido de la vida y, en cambio, pensemos en lo que la existencia nos reclama continua e incesantemente. [101]

Las acciones terapéuticas se reducían, generalmente, a evitar los suicidios. Una de las leyes más estrictas del campo prohibía cualquier acción que impidiera a un hombre consumar su suicidio. Por ejemplo, no se permitía cortar la soga de un hombre que intentaba ahorcarse. Por consiguiente, resultaba de suma importancia atajar los problemas antes, es decir, prevenir cualquier asomo de intento de suicidio. [103]

… haber sido es también una forma de ser, quizá la forma más segura de ser. [106]

La bondad humana se encuentra en todos los grupos, incluso en aquellos que, en términos generales, merecen ser condenados. Las fronteras entre estos grupos se difuminan y sobreponen en muchas ocasiones, y no debemos simplificar las cosas afirmando que unos hombres eran ángeles y otros demonios. Si un capataz, a pesar de las perniciosas influencias del campo, se mostraba amable con los reclusos, se suponía un gran logro moral, mientras resultaba despreciable la vileza del preso que maltrataba a sus propios compañeros. [109] 

Recuerdo el día en que un capataz me dio a escondidas un trozo de pan, [109] seguramente guardado de su propia ración del desayuno. Sin embargo, me obsequió con algo más que un trozo de pan, me dio un “algo” humano que me hizo saltar las lágrimas: la palabra y la mirada con que acompañó el regalo. [110]

¿Quién es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración. [110]
[Á: ¿por qué esa expresión de “paso firme”? Lo que puede llamarse “dignidad” no es más que una mera postura cinematográfica. ¿Qué diferencia hay entre la persona que llora, suelta mocos, patalea y suplica mientras le apuntan con un arma, y la que apoya la frente contra el cañón y mira desafiante al verdugo? Supongo que la única diferencia que hay es que, en caso de haber un auditorio, la segunda persona va a ser percibida por el público como “más valiente”. Nada más que eso.
Al final, todo lo que consideramos “virtudes” y/o “defectos” o “no-virtudes”, quizá no sea más que una cuestión estética.]

Y ahora, al estudiar la última parte de la psicología de un campo de concentración, analicemos las reacciones del prisionero tras su liberación. [111]
Al atardecer, de nuevo en nuestro barracón, un hombre le susurró a otro en tono confidencial: “¿Dime, estuviste contento hoy?”.
Y el otro contestó un tanto avergonzado, porque desconocía que los demás nos sentíamos de manera parecida: “Para ser franco: no”.
Lo expresaré en toda su crudeza: habíamos perdido la capacidad de alegrarnos y lentamente teníamos que volver a aprenderla.
En terminología psicológica lo que le sucedía a los prisioneros se denomina “despersonalización”. Todo parecía irreal, misterioso, como un sueño. Nos costaba creer que fuera verdad. Cuántas veces habíamos soñado con la liberación, con la vuelta al hogar, con el apretado saludo de los amigos, con el cariñoso abrazo a la esposa; en esos mismos sueños nos sentábamos en la mesa de nuestra casa y contábamos detalladamente todos los sufrimientos del cautiverio, incluidas esas imágenes en que soñábamos con los ansiados y maravillosos momentos de la libertad. Pero durante años los sueños de libertad se desvanecían una y otra vez con el estridente ulular de las sirenas, la monótona señal para levantarnos… Y finalmente ahora, que el sueño se convertía en realidad, asomaba la duda… ¿Se desvanecería? ¿Podíamos creer de verdad en él? [112]

Durante esta fase psicológica observé que en las personalidades más primitivas  [Á: ¿?] hizo mayores estragos la brutalidad que dominaba la vida en el campo; les resultaba muy difícil sustraerse a esas experiencias. Ya libres, consideraban que estaban en su derecho para usar la libertad de una manera licenciosa y arbitraria, sin sujetarse a ninguna norma. Lo único que cambió para ellos es que pasaron de oprimidos a opresores. Se convirtieron en instigadores, ya no víctimas, de la violencia y la injusticia. Disculpaban su comportamiento como la justa satisfacción ante sus terribles y dramáticos sufrimientos, y extendían su proceder hasta las situaciones más inofensivas. En una ocasión paseaba con un amigo camino del campo de concentración. Casi sin darnos cuenta, llegamos a un prado de espigas verdes. Automáticamente yo las evité, pero mi amigo me agarró del brazo y me arrastró hacia el sembrado. Intenté balbucir algó así como no tronchar las tiernas espigas. Él se enfadó conmigo, me miró airado y gritó:
“¡No me digas! ¿No nos han pisado bastante a nosotros? Mataron a mi mujer y a mi hijo en la cámara de gas -por no mencionar lo demás-, y tú me vas a prohibir destrozar unas pocas espigas de trigo...”.
Costaba tiempo y paciencia reconducir a esos hombres a aceptar la verdad lisa y llana de que a nadie le está permitido hacer el mal, ni aun cuando la injusticia se hubiese cebado con él. Debían de admitir de nuevo el valor de esta verdad, porque las consecuencias iban más allá de la pérdida de unos cientos granos de trigo. Todavía recuerdo a aquel prisionero que, arremangándose la camisa, metió su mano derecha bajo mi nariz y chilló: “¡Que me corten la mano si no me la tiño con sangre el día de mi regreso a casa!”. Quisiera recalcar que el autor de estas palabras no era una mala persona: fue el mejor de los camaradas en el campo y también después. [114]
 [Á: Quizá, poder pronunciar esas palabras fue suficiente venganza/descarga para él.]

Además de la deformidad moral, consecuencia del cese repentino de la tensión psicológica, otras dos experiencias amenazaban con dañar la personalidad del hombre liberado: la amargura y el desencanto -la desilusión- que sufría al retornar a su vida anterior. [114]
La amargura se surtía del cúmulo de decepciones que el recién liberado sufría, una tras otra, al reintegrarse a su vida anterior. Se rebelaba interiormente al comprobar que en muchos lugares se le recibía con un ligero encogimiento de hombros y unas cuantas frases rutinarias. Ante estos lánguidos recibimientos, se preguntaba para qué sufrió todos aquellos horrores. Por todas partes escuchaba expresiones estereotipadas: “No sabíamos nada”; “nosotros también sufrimos lo nuestro”. Estos comentarios le hacían cuestionarse, con amargor: ¿Es que no tienen nada mejor que decirme?
La experiencia del desencanto es algo distinta. En este caso era el propio destino el que parecía cruel, y no sólo el amigo (cuya superficialidad e insensibilidad desagradaban hasta el punto de desear esconderse en un agujero y no ver ni oír a los seres humanos nunca más). Un hombre que durante años pensó haber tocado el fondo del sufrimiento se encontraba de repente con que el sufrimiento carecía de límites y que todavía podía sufrir más, y más intensamente.
Páginas atrás nos referimos a la necesidad de difundir ánimos en el prisionero para solventar su dramática situación: eso se conseguía proponiéndole metas futuras, presentándole un porvenir con sentido. Era preciso recordarle que la vida le esperaba, que un ser querido aguardaba su regreso con ansia. ¿Y después de la liberación? Algunos se encontraron con que nadie les esperaba ya. [115]

… comparada con el psicoanálisis, la logoterapia es un método menos introspectivo y menos retrospectivo. La logoterapia mira más bien hacia el futuro, es decir, al sentido y los valores que el paciente quiere realizar en el futuro. La logoterapia, ciertamente, es una psicoterapia centrada en el sentido. Al mismo tiempo, la logoterapia rompe el círculo vicioso y los mecanismos de retroalimentación que juegan un papel tan crucial en el desarrollo de las neurosis. De esta forma se quiebra el típico egocentrismo del neurótico, en vez de encontrarse constantemente alimentado y fortalecido. [120]

Logos es una palabra griega que equivale a “sentido”, “significado” o “propósito”. La logoterapia o, como la han denominado algunos estudiosos, la “Tercera Escuela Vienesa de Psicoterapia”, se centra en el sentido de la existencia humana y en la búsqueda de ese sentido por parte del hombre. De acuerdo con la logoterapia, [120] la primera fuerza motivante del hombre es la lucha por encontrarle un sentido a su propia vida. Por eso aludo constantemente a la voluntad de sentido, en contraste con el principio del placer (podríamos denominarlo voluntad de placer) que rige el psicoanálisis freudiano y, en contraste, también con la voluntad de poder, enfatizada por la psicología de Alfred Adler. [121]

La logoterapia se diferencia del psicoanálisis porque concibe al hombre como un ser cuyos intereses primordiales se inscriben en la órbita de asumir un sentido a la existencia y realizar un conjunto de valores, y no en la mera gratificación y satisfacción de sus impulsos e instintos, o en el mero ajuste del conflicto interior generado por las exigencias del ello, del yo y del superyó, o en las luchas de adaptación y ajuste al entorno circundante y a la sociedad. [126]
[Á: ¿por qué “mera” gratificación de sus impulsos? ¿por qué intentar satisfacer los instintos sería algo “mero”, algo “inferior” a inventarle o descubrirle un sentido a la existencia? ¿el “mero” placer no puede ser suficiente sentido?]

Cierto que la búsqueda humana de sentido y de valores puede nacer de una tensión interior y no de un equilibrio interno. Ahora bien, precisamente esa tensión es un requisito indispensable de salud mental. Me atrevería a afirmar que nada en el mundo ayuda a sobrevivir, aun en las peores condiciones, como la conciencia de que la vida esconde un sentido. Hay mucha sabiduría en las palabras de Nietzsche: “El que tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Yo descubro en esas palabras un motor válido para cualquier psicoterapia. [127]

Al comienzo de la Historia, el hombre perdió algunos de los instintos básicos que rigen la vida del animal y le confieren seguridad; una seguridad que, como el paraíso, le está hoy vedada para siempre: se ve forzado a elegir. Además, en las últimas épocas del progreso actual, el hombre ha sufrido otra pérdida nuclear: las tradiciones. Las tradiciones cumplían la misión de contrapeso de su conducta, y ahora se diluyen en la sociedad moderna a pasos agigantados. Carece, pues, de instintos que le impulsen a determinadas conductas, y ya no conserva las tradiciones que le indicaban los comportamientos socialmente aceptados; en ocasiones ignora hasta lo que le gustaría hacer. En su lugar, desea hacer lo que otras personas hacen (conformismo), o hace lo que otras personas quieren que haga (totalitarismo). [129]

El vacío existencial se manifiesta principalmente en un estado de tedio (aburrimiento). Hoy entendemos mejor a Schopenhauer cuando afirmaba que, aparentemente, la humanidad estaba condenada a oscilar eternamente entre los extremos de la tensión y el aburrimiento. De hecho, en la actualidad, el hastío genera más problemas que la tensión y, desde luego, envía a más personas a la consulta del psiquiatra. [129]

… neurosis dominical …

… con frecuencia, el vacío existencial se presenta bajo máscaras y disfraces. A veces, la frustración de la voluntad de sentido se compensa mediante la voluntad de poder, hasta en su expresión más tosca: la voluntad de tener dinero. En otras ocasiones, el vacío de la voluntad de sentido se rellena con la voluntad de placer. [130]

… lo que importa no es el sentido de la vida en formulaciones abstractas, sino el sentido concreto de la vida de un individuo en un momento determinado. [131]

En última instancia, el hombre no debería cuestionarse sobre el sentido de la vida, sino comprender que la vida le interroga a él. En otras palabras, la vida pregunta por el hombre, cuestiona al hombre, y éste contesta de una única manera: respondiendo de su propia vida y con su propia vida. Únicamente desde la responsabilidad personal se puede contestar a la vida. De tal modo que la logoterapia considera que la esencia de la existencia consiste en la capacidad del ser humano para responder responsablemente a las demandas que la vida le plantea en cada situación particular. [131]

Este énfasis en la fuerza de la responsabilidad humana se refleja en el imperativo categórico de la logoterapia: «Obra así, como si vivieras por segunda vez y la primera vez lo hubieras hecho tan [131] desacertadamente como estás a punto de hacerlo ahora.» [132]
[Á: ¿y cómo sé cuál es la opción desacertada si no la tomo y lo confirmo? Y además, si la tomara, y si confirmara que es la opción desacertada, ¿cómo confirmo que la otra opción sí hubiese sido acertada? Siempre hay algo que sale mal (es decir, siempre hay alguna cosa que estéticamente nos desagrada)]

Corresponderá al paciente, por tanto, decidir si debe interpretar su existencia como una responsabilidad ante la sociedad o ante su propia conciencia. Una gran mayoría siente esa responsabilidad ante Dios … [132]

La logoterapia no es una labor docente ni misionera. [132]

La logoterapia no necesita imponer al paciente ningún juicio de valor, ya que la verdad se impone por sí misma. [132] [Yo: ¿LA VERDAD un ente voluntario que se impone? Supongo que no pretende referirse a eso. Lo voy a entender como eso que se siente, ¿intuición? Esa satisfacción o ese rechazo bien íntimo que se experimenta al estar en un lugar o hacer alguna acción, que te dice si es lo tuyo o no.]

La autorrealización por sí misma no puede situarse como meta. No debe considerarse el mundo como simple expresión de uno mismo, ni tampoco como mero instrumento, o como un medio para conseguir la ansiada autorrealización. En ambos casos la visión del mundo, o Weltanschauung, se convierte en Weltentwertung, es decir, menosprecio del mundo.
A esta característica esencial del hombre le designé «autotrascendencia de la existencia»: ser hombre implica dirigirse hacia algo o alguien distinto de uno mismo … [133]

En efecto, cuanto más se afana el hombre por conseguir la autorrealización más se le escapa de las manos, pues la verdadera autorrealización sólo es el efecto profundo del cumplimiento acabado de la vida. En otras palabras, la autorrealización no se logra a la manera de un fin, más bien como el fruto legítimo de la propia trascendencia. [133] [Á: frases simples que (a fuerza de rellenar cientos o miles de jpg creados en paint y repartidos por internet) parecen pura cursilería y lema de acto de escuela, como "no hay camino a la paz, la paz es el camino", son certeras y en realidad impactantes. Quizá de este ejemplo se podría extraer una premisa abstracta como "no tratar tus objetivos como objetivos, sino como medios"] 

… mediante el amor, la persona que ama posibilita al amado a la actualización de sus potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y le urge al otro a consumar sus inadvertidas capacidades personales.
En logoterapia el amor no se interpreta como un mero epifenómeno de los impulsos e instintos sexuales, según el proceder del mecanismo llamado sublimación. El amor es un fenómeno tan primario como el sexo. [134]

Uno de los axiomas básicos de la logoterapia mantiene que la preocupación primordial del hombre no es gozar del placer, o evitar el dolor, sino buscarle un sentido a la vida. [135]

Pero permítaseme dejar bien sentado que el sufrimiento no es en absoluto necesario para otorgarle un sentido a la vida. El sentido es posible sin el sufrimiento o a pesar del sufrimiento. Para que el sufrimiento confiera un sentido ha de ser un sufrimiento [135] inevitable, absolutamente necesario. El sufrimiento evitable debe combatirse con los remedios oportunos; el no hacerlo así sería síntoma de masoquismo, no de heroísmo. [136] [Á: o de abandono]

Edith Weisskopf-Joelson, profesora de psicología en la Universidad de Georgia, en su artículo sobre logoterapia defiende que «nuestra actual filosofía de la higiene mental enfatiza la idea de que las personas deberían ser felices, por ello la infelicidad resultaría un síntoma de desajuste. Este sistema de valores puede ser responsable, ante la realidad de la infelicidad inevitable, del incremento del sentimiento de desdicha por el hecho de no ser plenamente feliz». En otro artículo expresaba que la esperanza de que la logoterapia «logre contribuir a contrarrestar algunas tendencias indeseables en la cultura estadounidense actual, donde al paciente incurable se le conceden pocas oportunidades para sentirse orgulloso de su sufrimiento y de considerar que lo ennoblece en vez de degradarle», de tal modo que «no sólo se siente infeliz, sino además se avergüenza de serlo». [136]

Para comprender la técnica se [142] precisa primeramente entender los mecanismos que accionan a las personas neuróticas. Comencemos por la ansiedad anticipatoria. Lo típico y característico de este temor es provocar en el paciente precisamente aquello que teme. Por ejemplo: una persona teme sonrojarse al entrar en una gran sala abarrotada de gente; sin la menor duda se ruborizará al entrar en esa sala. En este contexto, podríamos extrapolar el siguiente aforismo: «el deseo es el padre del pensamiento», y afirmar «el miedo es la madre del suceso».
Aunque suene a irónico, igual que el miedo provoca lo que uno teme, la intención excesiva paraliza la consecución de aquello que se desea con todas las fuerzas. Esta intención excesiva -«hiperintención», como yo la denomino- se observa especialmente en los casos de neurosis sexuales. Cuanto más se empeña un hombre en demostrar su potencia sexual, o una mujer en su capacidad para sentir un orgasmo, menos posibilidades tienen de éxito. El placer es, y así deberá seguir, un efecto o producto secundario, y se destruye o se malogra si se pretende convertir en un fin en sí mismo.
Además, si la intención excesiva, como acabamos de describir, también la atención excesiva -«hiperreflexión», en la terminología de la logoterapia- puede resultar patógena (es decir, causar enfermedades). [143]

La logoterapia fundamenta su técnica denominada «intención paradójica» en un doble principio: por un lado, el miedo provoca precisamente aquello que se teme; por otra parte, la hiperintención estorba la realización del efecto que se desea. Por la intención paradójica se invita al paciente fóbico a realizar precisamente lo que teme, al menos por un momento o por una vez. [144]

Un colega del Departamento de Laringología del Hospital Policlínico de Viena me contó un caso parecido, pero referente al habla. Era una de las historias clínicas más severas de tartamudeo de sus muchos años de práctica médica. El paciente no recordaba ninguna situación en la que se sintiera libre de su tartamudeo, a excepción de una ocasión. Sucedió a los doce años, un día que se coló en el autobús urbano. Cuando el conductor lo descubrió, se le ocurrió la estratagema de ganarse su simpatía, para salvarse de la [145] correspondiente sanción, presentándose como un pobre muchacho tartamudo. En ese preciso instante, al intentar tartamudear a posta, fue incapaz de hacerlo. Sin darse cuenta, puso en práctica la intención paradójica, aunque sin propósitos terapéuticos. [146]

El miedo a no dormir es debido, en la mayoría de los casos, a la ignorancia del paciente de que el organismo se concede a sí mismo y por sí mismo la cantidad de sueño mínima que realmente necesita. [146]

Otro hecho que debe considerarse es la efectividad de la intención paradójica con independencia de la etiología del caso en cuestión. Lo cual confirma los planteamientos de Edith Weisskopf-Joelson: «Aunque la terapia tradicional ha insistido en que las prácticas terapéuticas deben fundamentarse en las bases etiológicas, es muy posible que determinados factores puedan ser causa de neurosis durante la niñez temprana, y que factores totalmente diferentes puedan curar esas neurosis en la edad adulta».
Con frecuencia comprobamos cómo lo que se presenta bajo la apariencia de una causa de neurosis (los complejos, los conflictos y los traumas), no son en realidad causas de la neurosis sino síntomas de la misma. [147]

Ante un concreto síntoma concurre una fobia; la fobia desencadena de nuevo el síntoma, la aparición de éste refuerza la intensidad de la fobia. Una cadena similar de hechos se observa en los casos obsesivo-compulsivos, cuando el paciente lucha contra las ideas que le acosan. … si el paciente deja de enfrentarse contra sus obsesiones e intenta ridiculizarlas, procediendo con ironía -al aplicar la intención paradójica-, se rompe el círculo vicioso: el síntoma remite o se debilita, y finalmente se atrofia. Y si el paciente no se encuentra inmerso en un vacío existencial que suscite y provoque el síntoma, conseguirá, en primer lugar, ridiculizar su temor neurótico y, a continuación, logrará ignorarlo por completo. [148]

La clave de la curación se encuentra en la autotrascendencia, en la trascendencia de uno mismo. [148] [Á: me salgo para mirar lo ridículo que soy. Como testigo de mi neurosis me percato de su ficcionalidad, de su adicionalidad a mí.]

El vacío existencial es la neurosis colectiva más frecuente en nuestro tiempo. Se describe como una forma privada y personal de nihilismo, y el nihilismo se define por la radical afirmación de la carencia de sentido del hombre. Por eso la psicoterapia nunca podrá recomponer esta situación social si no se mantiene a salvo del impacto y la influencia de las tendencias actuales de la filosofía nihilista. Si así sucediese, representaría un síntoma más de la neurosis colectiva, en vez de un recurso para su posible curación. La psicoterapia no sólo sería reflejo de una filosofía nihilista, sino que, además -involuntariamente-, trasmitiría al paciente una caricatura del hombre, y no su verdadera imagen.
Existe un grave riesgo inherente a la enseñanza de la teoría de la «nada» del hombre; es decir, de afirmar que el hombre es el resultado de las condiciones biológicas, psicológicas y sociológicas; o dicho de otra forma, el producto de la herencia y del ambiente. Esta concepción del hombre lo convierte en un robot … [149]

El vacío existencial es la neurosis colectiva más frecuente en nuestro tiempo. Se describe como una forma privada y personal de nihilismo, y el nihilismo se define por la radical afirmación de la carencia de sentido del hombre. Por eso la psicoterapia nunca podrá recomponer esta situación social si no se mantiene a salvo del impacto y la influencia de las tendencias actuales de la filosofía nihilista. Si así sucediese, representaría un síntoma más de la neurosis colectiva, en vez de un recurso para su posible curación. La psicoterapia no sólo sería reflejo de una filosofía nihilista, sino que, además -involuntariamente-, trasmitiría al paciente una caricatura del hombre, y no su verdadera imagen.
Existe un grave riesgo inherente a la enseñanza de la teoría de la «nada» del hombre; es decir, de afirmar que el hombre es el resultado de las condiciones biológicas, psicológicas y sociológicas; o dicho de otra forma, el producto de la herencia y del ambiente. Esta concepción del hombre lo convierte en un robot … [149]  [Á: para mí, el infinito algoritmo de la existencia es innegable. ¿Cómo podría ser eso indigno, o digno, si la dignidad y la indignidad no son más que cuestiones que surgieron como un cálculo más, un paso más en dicho algoritmo?]

Sin ninguna duda, el hombre es un ser finito y su libertad limitada. No se trata, pues, de librarse de los condicionantes (biológicos, psíquicos, sociológicos), sino de la libertad para adoptar una postura personal frente a esos condicionantes. [149]

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