La fotografía permite capturar un instante de la realidad, e inmortalizarlo. Una vez convertida en una fotografía, podemos observar ese momento, podemos regresar a él, una y otra vez, cuantas veces como queramos. Y no sólo podemos observarlo nosotros, sino que podemos llevarlo a cualquier sitio, para que cualquier otra persona (con sentido de la vista funcional) pueda verlo. No sólo vencemos al tiempo, sino también al espacio. Llevamos un pequeño recorte del pasado al futuro, un pequeño recorte de, por ejemplo, Argentina, a Australia.
Sin embargo, la fotografía traiciona a su creador, el fotógrafo, quien termina sacrificando su propia vivencia de una realidad para compartirla con el resto del mundo, con los que no tienen la oportunidad de vivirla. Porque la fotografía no es realmente un fragmento de realidad, sino un retrato de ese fragmento, una ilusión química (y/o digital) podríamos decir; pero nuestros sistemas perceptivos son incapaces de distinguir entre ilusiones y realidad, así que el resultado es el mismo, y podemos afirmar que en realidad la diferencia no es importante. La cuestión es que el fotógrafo se coloca tras su cámara, y no mira la realidad directamente, no la vive, sino que simplemente la observa a través de su lente (o la pantalla que dibuja lo que ve la lente), la percibe, vive su ilusión. Y al momento de capturar esa realidad, él se mantiene en la ilusión, y pierde la única e irrepetible oportunidad de vivir aquel momento plenamente.
Pero el fotógrafo no sólo renuncia a esa oportunidad (lo que evita que viva la realidad, y al igual que al resto de las personas, lo convierte en un mero espectador de aquel momento que se supone ha vivido y por ello puede fotografiarlo y mostrárselo a los demás), sino que también a la intimidad de su intercambio con el mundo exterior: entrega su perspectiva, entrega su punto único, individual y personal frente a aquella realidad, a todas las personas que miren su fotografía. Ya no es él observando aquel momento desde ese lugar, desde sí mismo, desde su cámara, sino que son todos los posibles espectadores quienes están parados en aquel lugar, observando lo que está sucediendo una sola vez, y no volverá a suceder jamás.
Sintetizando, podría decir que la fotografía, en lugar de darnos un trocito, un instante de realidad, se lo quita a la única persona capaz de vivirlo realmente: el fotógrafo.
Sin embargo, la fotografía traiciona a su creador, el fotógrafo, quien termina sacrificando su propia vivencia de una realidad para compartirla con el resto del mundo, con los que no tienen la oportunidad de vivirla. Porque la fotografía no es realmente un fragmento de realidad, sino un retrato de ese fragmento, una ilusión química (y/o digital) podríamos decir; pero nuestros sistemas perceptivos son incapaces de distinguir entre ilusiones y realidad, así que el resultado es el mismo, y podemos afirmar que en realidad la diferencia no es importante. La cuestión es que el fotógrafo se coloca tras su cámara, y no mira la realidad directamente, no la vive, sino que simplemente la observa a través de su lente (o la pantalla que dibuja lo que ve la lente), la percibe, vive su ilusión. Y al momento de capturar esa realidad, él se mantiene en la ilusión, y pierde la única e irrepetible oportunidad de vivir aquel momento plenamente.
Pero el fotógrafo no sólo renuncia a esa oportunidad (lo que evita que viva la realidad, y al igual que al resto de las personas, lo convierte en un mero espectador de aquel momento que se supone ha vivido y por ello puede fotografiarlo y mostrárselo a los demás), sino que también a la intimidad de su intercambio con el mundo exterior: entrega su perspectiva, entrega su punto único, individual y personal frente a aquella realidad, a todas las personas que miren su fotografía. Ya no es él observando aquel momento desde ese lugar, desde sí mismo, desde su cámara, sino que son todos los posibles espectadores quienes están parados en aquel lugar, observando lo que está sucediendo una sola vez, y no volverá a suceder jamás.
Sintetizando, podría decir que la fotografía, en lugar de darnos un trocito, un instante de realidad, se lo quita a la única persona capaz de vivirlo realmente: el fotógrafo.
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