Era de noche. La luz que se dispersaba por el lugar
era lo suficientemente tenue como para decir que estaba oscuro. Caminábamos por
un largo pasillo, atravesando portal tras portal, esperando llegar a aquel
sitio.
―A ver ―me dijo ella, que caminaba muy cerca de mí, y
de pronto pude sentir un delicado roce que se deslizó por los espacios de entre
mis dedos. Eran los suyos, que acariciaban mi piel casi sin querer, y se
aferraban a mi mano, apretándola sin ninguna clase de violencia o brusquedad.
Sentía con suavidad, calidez y claridad cada uno de
sus dedos entre los míos; su pulgar sosteniendo el dorso de mi mano y las yemas
de sus otros dedos besando mis palmas. Las manos de ambos se habían vuelto una
a la altura de sus caderas.
Me encantaba esa sensación, la irreal beldad por la
que estaba rociado el momento, pero pronto miré hacia abajo con tristeza,
sabiendo que aquella palabra, “irreal”, no había llegado de casualidad a mi
mente. Entonces vi cómo se mecían nuestras manos entre los dos, y pensé en si
decírselo o no, si suplicarle que no me diera falsas esperanzas o no, hasta que
finalmente lo hice. Ella me miró desde sus enigmáticas pupilas como si hubiese
dicho la frase más extraña jamás pronunciada en el mundo, o la oración con menos
coherencia de la historia.
―¿De qué estás hablando? ―respondió con aquella voz
que mis recuerdos jamás logran reconstruir con éxito, pues es más encantadora
de lo que puedo explicar o comprender, y sujetó con un poco más de fuerza mi
mano, por si tenía la intención de irme a algún otro lugar, alejarme.
Yo suspiré, tal vez un poco más triste que antes,
porque reconocía la irrealidad en sus palabras, lo efímero en el roce de sus
dedos con los míos, la falsedad en el aroma que se deslizaba desde sus cabellos
hasta lo profundo de mi pecho luego de pasar por mi nariz, lo utópico de aquel
amor fantástico que pretendía regalarme en cuestión de segundos, y porque sabía
que yo estaba ahí sólo porque no podía escapar de mis propias ilusiones.
Agosto de 2013
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