Noche nublada de domingo. Las nubes no caían a la ciudad, sino que las luces de la ciudad rebalsaban en las nubes. Fresco. Especial para caminar. Sin tiempo. Un olor como a silencio, a que no va a pasar nada malo. Fui a ver teatro. Las Hijas de Bernarda, en el complejo cultural Galatea, con dirección (versión) y puesta en escena de Edgardo Dib, y a cargo de la Compañía Artística Sandra Sisti y la Compañía Teatral ELE-TE. La obra básicamente muestra cómo una mujer criada “a la antigua” (Bernarda Alba, interpretada por Javer Lúquez Toledo) impone al encierro a sus hijas luego de la muerte de su marido, para mantenerlas al resguardo de los pecados y los chismes del pueblo, para mantener el buen nombre y la honra de la familia; pero la menor, Adela, no está dispuesta a envejecer entre paredes y perderse la vida (o el sexo), así que sale a escondidas para acostarse con un tipo, que de paso es el pretendiente de su hermana mayor. Pero todo esto lo digo sólo para contextualizar un poco y no hablar en la oscuridad, porque de lo que quiero hablar yo es de lo que me interesa a mí.
Nunca veo el arte como estudiante (al menos que sea para un trabajo de la facultad, momento en el que no miento, pero tallo mi verdad como Juan de Dios Mena a su madera), la veo como amante, quizá como amigo, tal vez como humano. Reconociendo que el arte es juego, cuando lo busco espero conmoción, y no existe conmoción lúdica, ‘de mentirita’, la conmoción siempre es real, siempre transforma el mundo, porque entra a los ojos y crea agua, porque entra al pecho y crea velocidad, porque llega a la piel y crea frío, porque llega a la mente y crea pausa. Ese es el arte que deseo, el que surca el mundo, el que crea un antes, un durante y un después.
¿En qué momento encontré la conmoción real en Las Hijas de Bernarda? Primero, en el grito de Angustias (interpretada por Sandra Sisti), la hija mayor de Bernarda, cuando descubre que el retrato de su pretendiente que escondía bajo la almohada le ha sido arrebatado. No recuerdo dónde estaban las luces, dónde estaban los demás personajes, no recuerdo la escena, pero pude ver su garganta irritada por el aire. No me hacía falta mirar la flexión hacia atrás de su columna. Fue su voz. Su grito fue real. Desde el extremo izquierdo frontal del escenario, se movió veloz hasta la parte trasera central. Chau mesa, chau bancos. Pequeños gemidos al lanzar los muebles por el piso. Esfuerzo físico real. Luego ella trepó a la mesa y la conmoción bajó. (Aparte deseo comentar que me pareció un personaje tierno. Quizá por lo agudo de su voz y lo bajo de su estatura, combinado con que nadie creía que pudiese gustarle a Pepe, porque estaba vieja con sus treinta y nueve años)
El segundo momento fue la noche en que Adela (interpretada por Rocío García Loza) salió (no sin antes patear las altas botas de su padre, símbolo de la rectitud y la orden que manda) en busca de Pepe. El escenario se extendió hasta el pasillo entre los espectadores, donde caía desde el reflector Luna el azul de esa oscuridad entre las estrellas. Y Adela bailó allí entre la alegría inocente del enamorado libre y la euforia carnal del enamorado libertino. La noche atravesó el techo y las paredes, la ficción atravesó los conceptos (oh, qué materia tan imposible esa) y el tiempo. Ambos estuvieron ahí, entre espectadores y actores, vibrando en el escritorio. El lugar era realmente el jardín de Bernarda Alba, y la penumbra era realmente la noche. Y mientras tanto, en el escenario, una actuación magistral de los limones. Así es, la tercera manera en que llegué a la conmoción real fue con los limones que la criada (interpretada por Pablo Lezcano) tiró en el escenario, que quedaron inmóviles, reflejando la luz, proyectando su sombra. Todavía no estoy seguro de por qué causaron ese efecto en mí. Durante toda la obra fueron utilizados, quizá como símbolo de lo ácido; uno podría poner la misma cara al morder un limón que al conocer a alguien que lleva la vida de las pobres hijas de Bernarda. No sé. En ese momento, con esa luz, lo cítrico fue encantador.
Comentario aparte, aunque no me llevó a la conmoción, me gustó mucho Lúquez Toledo como Bernarda. Casi me creí que realmente se trataba de una vieja fufúfafá y pelotuda. Creo que el maquillaje ayudó mucho a eso también. Y la entonación de su voz, y su postura corporal.
En fin, me gustó la obra. No le voy a poner un número ridículo. Sólo eso, me gustó.
(Por si a alguien le interesa, esta es la página de la obra)
Nunca veo el arte como estudiante (al menos que sea para un trabajo de la facultad, momento en el que no miento, pero tallo mi verdad como Juan de Dios Mena a su madera), la veo como amante, quizá como amigo, tal vez como humano. Reconociendo que el arte es juego, cuando lo busco espero conmoción, y no existe conmoción lúdica, ‘de mentirita’, la conmoción siempre es real, siempre transforma el mundo, porque entra a los ojos y crea agua, porque entra al pecho y crea velocidad, porque llega a la piel y crea frío, porque llega a la mente y crea pausa. Ese es el arte que deseo, el que surca el mundo, el que crea un antes, un durante y un después.
¿En qué momento encontré la conmoción real en Las Hijas de Bernarda? Primero, en el grito de Angustias (interpretada por Sandra Sisti), la hija mayor de Bernarda, cuando descubre que el retrato de su pretendiente que escondía bajo la almohada le ha sido arrebatado. No recuerdo dónde estaban las luces, dónde estaban los demás personajes, no recuerdo la escena, pero pude ver su garganta irritada por el aire. No me hacía falta mirar la flexión hacia atrás de su columna. Fue su voz. Su grito fue real. Desde el extremo izquierdo frontal del escenario, se movió veloz hasta la parte trasera central. Chau mesa, chau bancos. Pequeños gemidos al lanzar los muebles por el piso. Esfuerzo físico real. Luego ella trepó a la mesa y la conmoción bajó. (Aparte deseo comentar que me pareció un personaje tierno. Quizá por lo agudo de su voz y lo bajo de su estatura, combinado con que nadie creía que pudiese gustarle a Pepe, porque estaba vieja con sus treinta y nueve años)
El segundo momento fue la noche en que Adela (interpretada por Rocío García Loza) salió (no sin antes patear las altas botas de su padre, símbolo de la rectitud y la orden que manda) en busca de Pepe. El escenario se extendió hasta el pasillo entre los espectadores, donde caía desde el reflector Luna el azul de esa oscuridad entre las estrellas. Y Adela bailó allí entre la alegría inocente del enamorado libre y la euforia carnal del enamorado libertino. La noche atravesó el techo y las paredes, la ficción atravesó los conceptos (oh, qué materia tan imposible esa) y el tiempo. Ambos estuvieron ahí, entre espectadores y actores, vibrando en el escritorio. El lugar era realmente el jardín de Bernarda Alba, y la penumbra era realmente la noche. Y mientras tanto, en el escenario, una actuación magistral de los limones. Así es, la tercera manera en que llegué a la conmoción real fue con los limones que la criada (interpretada por Pablo Lezcano) tiró en el escenario, que quedaron inmóviles, reflejando la luz, proyectando su sombra. Todavía no estoy seguro de por qué causaron ese efecto en mí. Durante toda la obra fueron utilizados, quizá como símbolo de lo ácido; uno podría poner la misma cara al morder un limón que al conocer a alguien que lleva la vida de las pobres hijas de Bernarda. No sé. En ese momento, con esa luz, lo cítrico fue encantador.
Comentario aparte, aunque no me llevó a la conmoción, me gustó mucho Lúquez Toledo como Bernarda. Casi me creí que realmente se trataba de una vieja fufúfafá y pelotuda. Creo que el maquillaje ayudó mucho a eso también. Y la entonación de su voz, y su postura corporal.
En fin, me gustó la obra. No le voy a poner un número ridículo. Sólo eso, me gustó.
(Por si a alguien le interesa, esta es la página de la obra)
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