Creo fervientemente (por añadirle dramatismo a la cuestión) en
escribir masomeno en lugar de “más o
menos”, y nomás (o nomá)
en lugar de “no más”. Y suponiendo que se necesita una razón, una
justificación para creer en algo, agrego que lo hago porque las personas evangelizadoras
de la ortografía me resultan tan molestosas como las evangelizadoras de Cristo,
del veganismo, del ejercicio saludable, de la marihuana, de la vida inversora,
de la vida viajera, del sueño americano, del progreso, etc. En toda
evangelización, en todo simulacro de soy
feliz así y quiero que vos también seas feliz así, hay una cuota de
violencia que no estoy dispuesto a pagar, ni por el bien de una sola persona ni
por el bien de toda la humanidad (que es algo que no existe como tal, y que si
existe, se trata sólo de alguna agrupación desoxirribonucleica a la que poco le
interesa la felicidad, o incluso seguir estando en el planeta o desaparecer por
completo) (además, eso de lo que es bueno y lo que es malo… una de tantas
inexistencias).
La “buena ortografía” se convierte en una cuestión de orgullo, en un
sentimiento de propiedad que despierta una peligrosa inocencia similar a la del
nacionalismo: “nosotrxs escribimos bien, y ustedes no, por eso somos mejores”.
La persona que se “expresa mal”, entonces, queda condenada a ser considerada un
ser incompleto, un ser que debe ser instruido y acarreado hacia el buen camino,
hacia la indispensable sabiduría de saber cuándo es CE y cuándo es SE, y que
siempre va una B tras una M. Detalles como esos, se vuelven atrocidades en los
ojos de las personas evangelizadoras si no son respetados.
En un ermoso hescrito acerca de la censura y el castigo que sufre la
desinformación o la distracsión ortográfica, Roland Barthes opina que “Lo
sorprendente no es el carácter arbitrario de nuestra ortografía, sino que esa
arbitrariedad sea legal” (p69). Estoy de acuerdo (más allá de que hay que
recordar que Barthes se refiere a su lengua natal, el francés), pues la
arbitrariedad, la falta de conexiones analógicas o al menos lógicas en por qué sesión lleva una s antes de la i y canción en cambio lleva una c, siendo
que ambos sonidos son s, no es un problema, pues el lenguaje en sí es
arbitrario: llamamos ventana a la
ventana porque así se estableció y se sigue estableciendo, nada más. El
problema radica en sancionar a las personas que desconocen (por ignorancia, por
distracción, o por decisión) tal arbitrariedad. Porque si se nos da por
llamarle vaso a la ventana, sí, es posible que tengamos
problemas de comunicación con nuestrxs semejantes, pero si escribimos bentana el mensaje continúa siendo
comprensible (y cuando a un mensaje le agregamos además contexto, que es como
se dan en la realidad, fuera de los análisis lingüísticos, las probabilidades
de malinterpretación disminuyen mucho más).
¿Habrá algo de venganza, de poder? Yo me pasé años enteros
equivocándome y aprendiéndome las reglas, me esforcé demasiado como para que
ahora vos vengas a escribir aora, maniana, voca, emosión, biento, cabesaso.
“Si la
ortografía fuera libre ―libre de ser o no simplificada, a gusto del usuario―,
podría constituir una práctica muy positiva de expresión; la fisonomía escrita
de la palabra podría llegar a adquirir un valor poético en sentido propio, en
la medida en que surgiría de la fantasmática del que escribe, y no de una ley
uniforme y reduccionista; no hay más que pensar en esa especie de borrachera,
de júbilo barroco que revienta a través de las «aberraciones» ortográficas de
los manuscritos antiguos, de los textos de niños y de las cartas de
extranjeros: ¿no sería justo decir que en esas eflorescencias el individuo está
buscando su libertad: libertad de trazar, de soñar, de recordar, de oír? ¿No es
cierto que llega a suceder que encontramos algunas faltas de ortografía
particularmente «felices» …” (p.70)
A mí, por ejemplo, me agrada remplazar la o de no por una a, y a veces
incluso por ah (na, nah), para
enfatizar la reacción que me produjo la propuesta o la pregunta a la que estoy
respondiendo con una negativa. También hay algunas conjugaciones que me
resultan incómodas, tal vez, simplemente feas, o imprácticas de pronunciar,
como el pretérito perfecto simple de patear:
pateé. Al menos donde yo vivo, nunca
he escuchado decir yo pateé, y por lo
tanto, escribirlo me resulta mentir, aparentar, simular estar en un lugar donde
en realidad no estoy. Yo patié es lo
que me sale. Las faltas ortográficas (que en algún momento tendremos que dejar
de llamarlas así: quizá particularidades
ortográficas sea una alternativa saludable) son parte de nuestra identidad,
a veces a nivel individual, y otras veces a nivel comunitario o regional o
étnico. Quien se opone a ellas está intentando normalizar, emparejar el
lenguaje autoritariamente, bajo unas leyes que un par de académicxs pagos en
alguna edificación de España deciden que sí, son las correctas, y millones de
hispanohablantes tienen que obedecerlas. Censurar la ortografía de alguien,
reducirle ese aspecto de su personalidad (de su fantasmática individual, única, podríamos decir por usar esa
palabra tan bonita que adoptó Barthes, y que define tan bien (o al menos lindo)
la indefinición de una especie de esencia inasible pero intuíble), es un gesto
de tanta violencia como censurarle sus preferencias sexuales o culinarias o
festivas o de vestimenta o habitacionales; es otra forma de decir “no podés ser
así porque es muy distinto a mí, tenés que ser más como yo”.
“Y, en sentido
inverso, en la medida en que la ortografía se encuentra uniformada, legalizada,
sancionada por vía estatal, con toda su complicación y su irracionalidad, la
neurosis obsesiva se instala: la falta de ortografía se convierte en la Falta.
Acaba uno de enviar una carta con la candidatura a un empleo que puede cambiar
su vida. Pero ¿y si no ha puesto una «s» en aquel plural? ¿Y si no ha puesto las
dos «p» y la «l» única en appeler? Duda, se angustia …” (p.70)
Estaba una vez en la vereda con alguien a quien aquí llamaremos A.D.A.
En algún momento, conversando, usé la siguiente conjugación del verbo haber: haiga. ¿O fue que le cambié el género a la palabra calor: la calor? Bueno, ahora no recuerdo cuál de las dos cosas hice, pero
lo hice consciente de que a nivel Real Academia Española era una falta.
Entonces, A.D.A. me dijo que no hable así, que no me lo aceptaba: que otras
personas podían hacerlo, pero yo había ido al colegio e incluso a la
universidad, y además era un adepto a la lectura, era una vergüenza que hablara
así. ¿Por qué, según A.D.A., haber estudiado y leído bastante me sacaba el
privilegio, la libertad de expresarme intuitivamente, personalmente, comunitariamente,
caprichosamente? ¿Por qué, según A.D.A., conocer las reglas de la Real Academia
Española me daba la obligación de obedecerlas? Se supone que el conocimiento
libera, ensancha el mundo, te da más posibilidades; sin embargo, en cuestiones
ortográficas, pareciera que ocurre lo contrario.
“¿Y una reforma
de la ortografía? Numerosas veces se ha pretendido hacerla, periódicamente.
Pero ¿a santo de qué rehacer un código, aunque mejorado, si de nuevo es para
imponerlo, legalizarlo, convertirlo en un instrumento de selección notablemente
arbitrario? Lo que debe reformularse no es la ortografía, sino la ley que
prescribe sus minucias. Lo que sí podría pedirse no es más que esto: una cierta
«laxitud» de la institución. Si gusta escribir «correctamente», es decir,
«conformemente», soy bien libre de hacerlo […]; pero que las «ignorancias» o
las «distracciones» dejen de castigarse; que dejen de percibirse como
aberraciones; que la sociedad acepte por fin (o que acepte de nuevo) separar la
escritura del aparato de Estado del que forma parte; en resumen, que deje de
practicarse la exclusión con motivo de la ortografía.” (p.71)
Y otra vez, el detalle importantísimo de la libertad, de la
posibilidad de elegir. Como defensores de la particularidad ortográfica (y qué
grande es la distancia que hay entre defender
y evangelizar), no proponemos
(Barthes y yo, aunque él a mí no me conoce, ni a lo que escribo) la inserción
de nuevas reglas que tengan en cuenta las deformaciones
aparecidas (inventadas) hasta hoy, porque eso sería tan arbitrario y violento
como lo anterior (podés escribir tanto haya
como haiga, pero no se te ocurra
escribir aiga porque ahí sí que sos
un bruto), sino, simplemente, no perseguir ni sancionar ni excluir a las
personas que escriban o hablen de formas particulares, no codificadas
institucionalmente. (En lugar de decir “Tienen que escribir así”, decimos
“Déjennos escribir así”). Porque esa frase con la que Barthes cierra el texto (que deje de practicarse la exclusión con
motivo de la ortografía), más el ejemplo de lo que me sucedió con A.D.A.,
me hace pensar en cómo la cuestión ortográfica puede volverse un asunto de
clases económicas: para escribir bien hay que conocer las reglas ortográficas
de la Academia, para conocer las reglas ortográficas de la Academia hay que
estudiar, para estudiar hay que tener algo de dinero, si no tengo dinero no
estudio, si no estudio no me sé las reglas ortográficas de la Academia, si no
me sé las reglas ortográficas de la Academia escribo “mal” y soy una persona
inválida (que no valgo tanto como las que escriben “bien”). Es un ciclo, una
terrible trampa de discriminación, más allá de que bien sabido sea que hay
gente con grandes recursos económicos y pocos conocimientos ortográficos, como
así también gente de bajo poder adquisitivo que conoce y aplica las leyes de la
RAE.
Cada día un poquito más de libertad. Sólo eso. Nunca vamos a pedir
otra cosa.
(Libertad de trazar, de Roland Barthes, en El susurro del lenguaje. (Original: 1984). 2009. Traducido por C.
Fernández Medrano. Paidós. Barcelona.)
10/2018
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