Se conocieron en el verde del pasto, en medio de recuerdos
que la noche inventó. Sus ojos dudosos jamás se llenaron de tantas certezas, y se acercaron a paso rápido para
envolverse en los brazos del otro. La piel jamás había sido tan útil como a la
hora de convivir con aquella calidez. Sus pies se levantaron y dieron vueltas
en el aire, sin despegarse jamás de sus brazos, de su cintura, de su pecho. La
risa de ambos hacía vibrar la atmósfera y la llenaba de belleza simple que
cuesta comprender.
En la cercanía de sus ojos todo parecía difuminarse. Su
sonrisa a centímetros resplandecía como envuelta en calor o como atrapada por
sueños prontos a desaparecer. Qué maravillosos sus cabellos, qué maravillosos
sus dedos jugando en el castaño a perderse y a encontrarse, y qué sublime el
andar de los haces solares por su piel, saltando delicadamente desde sus bellos
casi siempre imperceptibles. Qué misteriosas las líneas de su rostro, capaces
de atraer memorias jamás vividas, y de resistirse a las órdenes del tiempo.
Pero qué efímero, qué efímero que es ver desarmarse tus
arreglos sobre las sábanas y escuchar al aire de tu respiración resistirse a
regresar a la habitación, porque tu pecho es el mejor hogar del mundo. Qué
efímera que es la danza entre tus dedos y los míos mientras el ritmo de los
latidos somnolientos que siguen está a punto de desvanecerse en aquel sabor a nada.
Qué efímera la gloria de tus piernas, incapaces de abandonar aquellos
resplandores que mantienen amarrada mi atención incluso cuando mis ojos se han
perdido en la oscuridad, y me pregunto, ¿dónde van tus pies cuando dejas de
flotar? Qué efímera es aquella distancia de centímetros que nos separa pero
encantadoramente nos mantiene cerca. Qué efímero es el aroma de tu existencia
llenando mis pulmones y recorriendo todo mi cuerpo, y qué eterna es la
incertidumbre de no saber qué tan larga será la despedida.
Qué eterna la frustración de estar seguro de un “para
siempre no” luego de haber deseado tanto un “para siempre sí”.
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